Cuál es el sentido de la vida?

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La pregunta sobre el sentido de la vida es quizás una que preferimos no hacer, por miedo a la respuesta o a la falta de ella.

Aún hoy, muchas personas creen que nosotros, la humanidad, somos la creación de una entidad sobrenatural llamada Dios, que Dios tuvo un propósito inteligente al crearnos, y que este propósito inteligente es «el sentido de la vida».

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No me propongo ensayar los trillados argumentos a favor y en contra de la existencia de Dios, y menos aún tomar partido. Pero aunque Dios exista, y aunque haya tenido un propósito inteligente al crearnos, nadie sabe realmente cuál puede ser ese propósito, ni que sea especialmente significativo.

La Segunda Ley de la Termodinámica establece que la entropía de un sistema cerrado -incluido el propio universo- aumenta hasta el punto en que se alcanza el equilibrio, y el propósito de Dios al crearnos, y, de hecho, toda la naturaleza, podría no haber sido más elevado que el de catalizar este proceso del mismo modo que los organismos del suelo catalizan la descomposición de la materia orgánica.

Si el propósito que nos ha dado Dios es actuar como disipadores de calor súper eficientes, entonces no tener ningún propósito es mejor que tener este tipo de propósito -porque nos libera para ser los autores de nuestro propósito o propósitos y así llevar vidas verdaderamente dignas y significativas.

De hecho, siguiendo esta lógica, no tener ningún propósito es mejor que tener cualquier tipo de propósito predeterminado, incluso los más tradicionales y edificantes como servir a Dios o mejorar nuestro karma.

En resumen, aunque Dios exista, y aunque haya tenido un propósito inteligente al crearnos (¿y por qué habría de tenerlo?), no sabemos cuál podría ser ese propósito, y, sea cual sea, preferiríamos poder prescindir de él, o al menos ignorarlo o descartarlo. Porque a menos que podamos ser libres para convertirnos en los autores de nuestro propio propósito o propósitos, nuestras vidas pueden no tener, en el peor de los casos, ningún propósito, y, en el mejor de los casos, sólo algún propósito insondable y potencialmente trivial que no es de nuestra propia elección.

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Tú u otros podrían objetar que no tener un propósito predeterminado es, en realidad, no tener ningún propósito. Pero esto es creer que para que algo tenga un propósito, debe haber sido creado con ese propósito particular en mente, y, además, debe seguir sirviendo a ese mismo propósito original.

Hace muchos junios, visité los viñedos de Châteauneuf-du-Pape en el sur de Francia. Una tarde, recogí una piedra redondeada llamada galet que me llevé a Oxford y le di un buen uso como sujeta-libros.

En los viñedos de Châteauneuf-du-Pape, estas piedras sirven para capturar el calor del sol y devolverlo al fresco de la noche, ayudando a la maduración de las uvas. Por supuesto, estas piedras no fueron creadas con este ni con ningún otro propósito. Incluso si hubieran sido creadas con un propósito, casi con toda seguridad no habría sido el de hacer un gran vino o servir de remate de libros.

Esa misma noche, durante la cena, hice que mis amigos probaran a ciegas una botella de Burdeos -un truco malvado, dado que estábamos en el Ródano-. Para disimular la botella, la metí dentro de un par de calcetines. A diferencia del galet, el calcetín había sido creado con un propósito claro, aunque muy diferente (aunque no estrictamente incompatible) del que vino a asumir en aquella alegre velada.

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Podría objetarse aún que hablar del sentido de la vida no es ni aquí ni allá, porque la vida no es más que el preludio de alguna forma de vida eterna después de la muerte, y éste, si se quiere, es su propósito.

Pero puedo reunir al menos cuatro argumentos en contra de esta posición:

  • No está nada claro que haya, o incluso pueda haber, alguna forma de vida eterna después de la muerte que implique la supervivencia del ego personal.
  • Incluso si hubiera tal vida después de la muerte, vivir para siempre no es en sí mismo un propósito. El concepto de la vida después de la muerte no hace más que desplazar el problema a un lado, planteando la pregunta: ¿cuál es entonces el propósito de la vida después de la muerte? Si la vida después de la muerte tiene un propósito predeterminado, una vez más, no sabemos cuál es, y, sea lo que sea, preferiríamos poder prescindir de él.
  • La confianza en una vida eterna después de la muerte no sólo pospone la cuestión del propósito de la vida, sino que también nos disuade, o al menos nos desanima, de determinar un propósito o propósitos para lo que puede ser la única vida que tenemos.

  • Si es la brevedad o finitud de la vida humana lo que le da forma y propósito (un argumento asociado al filósofo Bernard Williams), entonces una vida eterna después de la muerte no puede, en sí misma, tener ningún propósito.

  • Así que, exista o no Dios, nos haya dado o no un propósito, y haya o no una vida eterna después de la muerte, es mejor que creemos nuestro propio propósito o propósitos.

    Poniéndolo en términos sartreanos (o existencialistas), mientras que para la galleta sólo es cierto que la existencia precede a la esencia, para el calcetín es cierto tanto que la esencia precede a la existencia (cuando el calcetín se usa en un pie humano) como que la existencia precede a la esencia (cuando el calcetín se usa con un propósito no previsto, por ejemplo, como funda de botella). Los seres humanos somos como la roca o como el calcetín, pero, seamos como seamos, es mejor crear nuestro propio propósito o propósitos.

    Platón definió una vez al hombre como un animal, bípedo, sin plumas y con uñas anchas (excluyendo así a los pollos desplumados); pero otra definición mucho mejor que dio fue simplemente esta: «Un ser en busca de sentido».

    Puede que la vida humana no haya sido creada con ningún propósito predeterminado, pero esto no tiene por qué significar que no pueda tener un propósito, o que éste no pueda ser tan bueno, si no mucho mejor, que cualquier propósito predeterminado.

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    Y así, el sentido de la vida, de nuestra vida, es el que nosotros elijamos darle.

    Pero, ¿cómo elegir?

    En El hombre en busca de sentido, el psiquiatra y neurólogo Viktor Frankl (m. 1997) escribió sobre su experiencia como recluso en un campo de concentración durante la Segunda Guerra Mundial.

    De manera reveladora, Frankl descubrió que los que sobrevivieron más tiempo en el campo de concentración no fueron los que eran físicamente fuertes, sino los que conservaron un sentido de control sobre su entorno.

    Observó:

    Los que vivimos en los campos de concentración podemos recordar a los hombres que caminaban por las cabañas consolando a otros, regalando su último trozo de pan. Puede que fueran pocos, pero son prueba suficiente de que a un hombre se le puede arrebatar todo menos una cosa: la última de las libertades humanas: elegir la propia actitud en cualquier circunstancia, elegir el propio camino.

    El mensaje de Frankl es, en última instancia, de esperanza: incluso en las circunstancias más absurdas, dolorosas y desalentadoras, se puede dar un sentido a la vida, y también al sufrimiento.

    La vida en el campo de concentración le enseñó a Frankl que nuestro principal impulso o motivación en la vida no es el placer, como creía Freud, ni el poder, como creía Adler, sino el significado.

    Tras su liberación, Frankl fundó la escuela de logoterapia (del griego logos, que significa «razón» o «principio»), a la que a veces se hace referencia como la «Tercera Escuela Vienesa de Psicoterapia» por ser posterior a las de Freud y Adler. El objetivo de la logoterapia es llevar a cabo un análisis existencial de la persona y, al hacerlo, ayudarla a descubrir o encontrar el sentido de su vida.

    Según Frankl, el sentido se puede encontrar a través de:

  1. Experimentar la realidad interactuando auténticamente con el entorno y con los demás.
  2. Devolviendo algo al mundo a través de la creatividad y la autoexpresión, y,
  3. Cambiando nuestra actitud cuando nos enfrentamos a una situación o circunstancia que no podemos cambiar.
  4. «La cuestión -dijo Frankl- no es lo que esperamos de la vida, sino lo que la vida espera de nosotros»

    Neel Burton es autor de Hipersanidad: Pensar más allá del pensamiento, Cielo e infierno: La psicología de las emociones, y otros libros.

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