¿Por qué se usaban pelucas empolvadas?

Durante casi dos siglos, las pelucas empolvadas -llamadas perú- estuvieron de moda. Sin embargo, este elegante postizo nunca se habría popularizado si no hubiera sido por una enfermedad venérea, un par de reyes acomplejados y una mala higiene capilar.

La historia de la pera comienza como muchas otras: con la sífilis. En 1580, la enfermedad venérea se había convertido en la peor epidemia que afectaba a Europa desde la peste negra. Según William Clowes, una «multitud infinita» de enfermos de sífilis atascaba los hospitales de Londres, y cada día se filtraban más. Sin antibióticos, las víctimas se enfrentaban a todo el peso de la enfermedad: llagas abiertas, erupciones desagradables, ceguera, demencia y pérdida de cabello en parches. La calvicie se extendió por todo el país.

En aquella época, la pérdida de cabello era un billete de ida a la vergüenza pública. El pelo largo era un símbolo de estatus de moda, y una cúpula calva podía manchar cualquier reputación. Cuando el hermano de Samuel Pepys contrajo sífilis, el diarista escribió: «Si vive, no podrá mostrar su cabeza, lo que será una gran vergüenza para mí». El pelo era así de importante.

Cover-Up

Y así, el brote de sífilis provocó un aumento de la fabricación de pelucas. Las víctimas ocultaban su calvicie, así como las llagas sangrientas que les surcaban la cara, con pelucas de pelo de caballo, cabra o humano. También se recubrían con polvo -con aroma a lavanda o a naranja- para ocultar cualquier aroma desagradable. Aunque eran comunes, las pelucas no eran precisamente elegantes. Eran una necesidad vergonzosa. Eso cambió en 1655, cuando el rey de Francia empezó a perder el pelo.

Luis XIV tenía sólo 17 años cuando su melena empezó a adelgazar. Preocupado por que la calvicie dañara su reputación, Luis contrató a 48 peluqueros para salvar su imagen. Cinco años más tarde, el rey de Inglaterra -el primo de Luis, Carlos II- hizo lo mismo cuando su pelo empezó a encanecer (ambos hombres probablemente tenían sífilis). Los cortesanos y otros aristócratas copiaron inmediatamente a los dos reyes. Se pusieron pelucas y el estilo se extendió a la clase media-alta. El coste de las pelucas se incrementó y los perúes se convirtieron en una forma de alardear de riqueza. Una peluca corriente costaba unos 25 chelines, el sueldo de una semana para un londinense común. La factura de las grandes y elaboradas pelucas se disparó hasta los 800 chelines. La palabra «bigwig» se acuñó para describir a los snobs que podían permitirse grandes y esponjosos perukes.

Cuando Luis y Carlos murieron, las pelucas siguieron existiendo. Los perukes siguieron siendo populares porque eran muy prácticos. En aquella época, los piojos estaban por todas partes, y la eliminación de las liendres era dolorosa y llevaba mucho tiempo. Sin embargo, las pelucas frenaron el problema. Los piojos dejaron de infestar el pelo de la gente -que tenía que afeitarse para que la perra cupiera- y acamparon en las pelucas. Despiojar una peluca era mucho más fácil que despiojar una cabeza de pelo: se enviaba el tocado sucio a un peluquero, que hervía la peluca y eliminaba las liendres.

Se acabó la peluca

A finales del siglo XVIII, la moda estaba desapareciendo. Los ciudadanos franceses desbancaron al perú durante la Revolución, y los británicos dejaron de usar pelucas después de que William Pitt impusiera un impuesto sobre el polvo para el cabello en 1795. El pelo corto y natural se convirtió en la nueva moda, y así se mantendría durante otros dos siglos aproximadamente.

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